
EL ESCAPE, por el escritor colombiano Rusvelt Nivia Castellanos
Estaba aburrido en el apartamento. La inacción, lo perturbaba hondamente. A la hora dispar, se sabía encerrado en su habitación de cuatro paredes. El desespero mental por poco y lo asesinaba. Así que el joven, pensó en ir al centro de la ciudad para darse un paseo de escape, porque ya se ponía que no daba más con esa crisis sicológica. Demás, corrían las tres y media de la tarde. Al momento entonces, José Sarús anduvo hasta la sala central del recinto. Llegó pronto allí; antes sin embargo, esquivó un arbusto seco por el pasillo por el que se dirigía perdidamente. Enseguida fue y abrió la puerta de la calle, vio el cielo gris, vio a los pájaros negros. Se acomodó un poco la camisa azul. Más decidido, salió a las afueras airosas. Al hecho, cerró la puerta con furia. Y pronto, comenzó a caminar por las aceras ensuciadas, anormal, iba sin prisa.
En demasía, se fue cruzando con los hombres deprimidos de esa ciudad catastrófica. El joven a la vez se sentía impotente por su vida así como percibía el sufrimiento en los otros habitantes. Las cosas iban mal para esa sociedad de inconsciencia, donde a veces él también deliraba. A su paso despistado, descubrió a la gente indigente y a los pobres ricos. Por aquí, no supo si era peor estar entre su abandono o entre los mártires, que igual lo ponían triste. De todos modos, anduvo hacia su rumbo indeciso. Pasó por una tienda de comidas rápidas, le dio por devolverse a pedir un perro con una gaseosa. Lo hizo con desgana; entró al lugar refinado, se sentó en el suelo de porcelana y de una sola, solicitó el combo que quería. Ya en menos de nada, la camarera de vestido rojo, se le acercó y le pasó la bebida con el alimento, mientras dejaba la cuenta sobre la bandeja. El joven al propio caso, cuando conoció el valor de esa chatarra; gritó en el acto: Maldita sea, todo es plata, hijueputas capitalistas. Pero saben, cojan esa cochinada de dinero y mejor me largo de este metedero de ladrones. Por cierto, se fue del local como alma que persigue el diablo. Trotó por la cuadra peatonal con ahogo. Evadió a varios desplazados desarrapados que pedían de comer. Más al divisar a un vendedor de bebidas, José fue hasta donde el señor y le compró un jugo de naranja. Le entregó las monedas de sobra que tenía en el bolsillo. Mientras tanto; se tomó el cítrico natural a sorbos lentos, entre sus gestos de seriedad. Una vez acabó, sin saber más que hacer, resolvió irse solamente hasta la plaza de Bolívar a ver que resultaba.
A lo decaído, recorrió varios barrios comerciales a medida que avanzaba hacia el norte. Durante el pasear, se cruzó con una actriz de telenovela. Ella tenía la cara hermosa. Su piel era blanca. Ella desfilaba con una elegancia sensual. Olía a perfumes deliciosos. Se hacía notar entre las otras mujeres. José por cierto, entre la gracia de la dama, se quedó mirándola por largo tiempo, pero ella no lo determinó ni nada. Silenciosa siguió modelando por la ciudad de la vanidad hasta cuando ingresó a una agencia de turismo. El joven, por su parte, volvió el mirar hacia adelante y pese a la decepción, retomó su destino hacia la plaza del libertador olvidado. Divagó de una forma distraída. De a poco, admiró a los chulos de los cielos. Entre la brisa, sintió el roce de las hojas pardas. De a mucho, rebasó a hombres con caras cortadas. Sin miedo, traspasó el jardín de los borrachos. Al cabo de tantas vueltas sin preceptos, llegó al fin a la plaza. Allí se limpió el pantalón que llevaba puesto, cual estaba manchado de tierra. Para lo otro requerido, apenas dejó de frotar la mancha con sus manos, pasó a sentarse en el muro de al lado de las ceibas boscosas. Al cabo, respiró con un poco de indignación. A lo conjunto, resupo a unos niños recogiendo cartones. Uno de ellos iba montado en una zorra. El otro amiguero, iba a pata y era el que iba echando el reciclaje en la carretilla. Este presente entre la rudeza, por cierto que resintió a José. De sobra, se sabía que no había felicidad ni para los jóvenes ni para los viejos. La indolencia, era un mal indiscutible entre la gente del común. Pocas mujeres, que pasaban a lo lejos hacia sus casas, no le sonreían a ninguna persona. Solas iban con sus cabelleras desteñidas. Pocos señores, que viajaban en sus carros, no le tiraban la limosna ni a sus madres. Irritados iban con sus hijas de silicona. De modo que José se cansó por aquí de estar sentado. Dejó por lo casual el muro y dejó de apreciar a las monas y morenas pintadas, que le avivan la nostalgia y que aparecían de la nada y que en breve, se esfumaban con sus íntimos desengaños. Además en ausencia; espantó a las palomas margaritas; las olvidó sin el maíz, que a veces para otras tardes les esparcía sobre el prado. Esta realidad también lo estresaba. De seguido, se fue a pie hasta la carrera Quinta. A propósito, comenzaba a desplomarse el atardecer cenizado y José lo sublimaba, mientras una niña corría por la otra calle hacia donde su padre.
Más en pocos minutos, José arribó a la quinta. Sin alegría y un tanto lúcido, esperó entonces a que pasara la buseta número ocho. Y la niña abrazó a su padre. Un joven moreno de su misma edad a su vez fue transitando por la esquina en donde estaba José. De repente; lo vio como de reojo, se le hizo parecido a un primo suyo, pero al darse cuenta de que era una persona desconocida, retomó su viaje con traba hacia el parque Centenario. Así mismo en menos de un suspirar, vino la buseta rodando por la carretera. José por supuesto que hizo parar esta con una señal de mano. A lo rutinario, se subió con cuidado, pagó el pasaje. Sucesivo al desorden, pasó al sillón de atrás y estático se acomodó al lado de una gomela de pinta rokera. José no le dijo nada; ni mucho le insinuó cuando se encontraron. Donde le hubiera hecho la charla, seguro que la mujer, le habría contestado con una palabra de esas roncas. Por lo tanto, Sarús permaneció en quietud durante todo el trayecto. No hizo muecas raras ni ninguna cosa ilógica. De una vez mejor, cuando se dio cuenta de que estaba cerca al barrio Cádiz, decidió bajarse de la ruta. Oprimió el timbre con rapidez, se abrió la compuerta y José desembocó, frente a un edificio gigante. Por allí era donde vivía en uno de esos rincones cuadrados. Así a lo debido, él se acercó al sitio residencial. Pasó por la portería, ingresó de nuevo a su apartamento, que quedaba en el primer piso. Abrió y volvió a cerrar la puerta enmaderada. Cruzó el pasillo de los arbustos disecados. Ingresó otra vez a su habitación; se dejó caer en la cama y luego se quedó dormido para alivianar el cuerpo y para hacer del otro día, la caminata del desocupe.